domingo, 8 de mayo de 2011

CÓMO EL CANTAR DEL PAJARO

PRÓLOGO


Mi mente se desconecta por un instante. Mi humanidad parece ser sostenida por el mismísimo aire, que utiliza todas sus fuerzas para que no caiga. De repente, algo en mi se despierta súbitamente. De fondo, y ante la oscuridad absoluta que me invade (claro está, a efecto de tener los ojos cerrados), un suave cantar de pájaro anima mi silencio. En un acto inevitable, tiendo a concentrarme en ese extraño sonido que llamativamente me alegra. Qué injusta que es la razón, al tener que limitarme a expresar algo tan profundo y sensible en un simple “pío-pío”. Me averguenzo ante la Naturaleza al sentirme tan limitado, todavía, en mis expresiones. Pero lo cierto es que aún no se han inventado palabras que sean capaces de significar la majestuocidad de ese sonido. De ese momento exacto, cómo si todo el mundo se limitara a ese preciso instante cómo única existencia. Con un simple sonido se me vislumbró la imagen, mental, claro está, que se iba desenvolviendo suavemente como una pequeña cascada qué, ya sin fuerzas, acaricia suavemente las rocas mohosas que la esperan. Y esa imagen estaba compuesta por un pájaro, no me pregunten cuál era, porque lamentablemente no he desarrolado esa capacidad de poder saber qué especie es según su canto. Pero el pájaro estaba ahí, posado sobre una rama. De pico fino y un poco estirado, con un plumaje de manchas pardas y negras y patas finas y rojas que, con tres dedos en cada una, se aferraban a la rama del árbol. Me alejé un poco y observé con más detenimiento el paisaje. El árbol presentaba un tronco bastante ancho, con raízes indefinidas que no terminaban de aferrarse al tronco principal. Su altura no excedería los tres o cuatro metros. Las hojas que lo decoraban estaban repartidas de una manera muy curiosa. En la parte más cercana al suelo las mismas eran mas grandes, más verdes y más gruesas, y a medida que el tronco iba subiendo, se iban debilitando en color y fuerza. Era como si la naturaleza, sabia ella, nos diera una pequeña pista del significado de la vida. Las hojas más viejas están debajo, con su piel curtida por los años por todos esos vientos que a lo largo de las épocas las acariciaron, tentándolas a que se suelten de las ramas, para fallecer finalmente y esperar que las arrugas del tiempo las vayan maquillando y las conviertan en polvo, para ahí si poder gritar, a los cuatro vientos, lo libre que son, mientras los aires del destino las recogen y las transportan, en un infinito vaivén, yendo de acá para allá, hacia la eternidad. Luego, y ya más alejados del suelo, estas hojas se van entremezclando, fundiéndose en una dualidad verdosa, para ir perdiendo terreno y dejar que finalmente todo sea más claro, mas nuevo, dejándole lugar a las hojas más jóvenes, con pieles que se agitan y bailan con más frescura las embestidas de los aires. Y finalmente, cuando el tronco se va haciendo rama y esas pequeñas hojas, todas miedosas ellas, se agarran más firmemente a su rama para evitar que el malvado y espeluznatne soplido del aire las arrastrara hacia la mismísima nada, muriendo sólas y olvidadas vaya a saber en qué lugar de esta infinita tierra. El pájaro cantaba desde la zona media del tronco, aquella donde las hojas han comprendido exactamente que ya dejaron de ser leves brotes de las ramas y qué, pudiendo apreciar la magnitud del tronco donde están sujetadas, aún no pueden comprender del todo la extraña naturaleza de aquellas hojas de su mismo árbol que deciden soltarse para llegar a los rincones más recónditos del universo. El canto del pájaro, en definitiva, provenía desde allí, con todo su encanto iba hechizando mis sentidos. Mi mente empezó a jugar con el ruido que tan gentilmente interrumpía lo que hasta ese momento había sido un momento de relajación. Con el canto del pájaro de fondo, empecé a imaginar, a jugar con las imágenes del recuerdo y las posibilidades del futuro; empecé a fantasear, para decirlo en un término más cotidiano. Primero me detuve en una imagen. Quizá sea necesario mencionar que cuando digo “imágen” me refiero, claro está, a esa facultad que tenemos los seres humanos de poder inventar imágenes y transponerlas una tras otras, manifestándose en nuestro interior como si fuera una escena posible, sentida, real. Hecha la aclaracíon, queda empezar a describir el encantador paisaje que se me presentó siguiendo los designios del canto del pájaro. Las hojas secas crujían y volaban por los aires cuando las pezuñas de mi perro las arrancaban desde su tranquilidad. Corriendo desenfrenado, con sus doradas patas agitándose de atrás para adelante, con una energía que agota los sentidos, iba Boromir. Lo veo ahora de frente, como viene hacía mi, con su sonrisa transformando su cara y la lengua apenas saludando por la trompa. Veo su objetivo, va en busca de él. Soy yo, qué lo espero tirado en el pasto. Lo atajo, en un brusco movimiento provocado por la torpe velocidad que aún llevaba Boro. Me tiró encima suyo, dejándolo patas para arriba; y lo acaricio en el pecho y lo beso en el hocico. Lo abrazo y empiezo a dar vueltas con él, sobre las hojas secas que algún otoño prpearó para la ocasión, en algún bosque desierto. La felicidad es algo que desborda la simple imagen, se me contagia y me arranca una sonrisa de la cara. De repente, ansiosa como siempre, mi mente vuelve a transformarse, vuelve a cambiar de imagen. Atento, presto atención a lo que acontecía. El pájaro seguía sonando de fondo, tanto en la realidad como en mi fantasía. Estoy sentado en una roca, con los codos apoyados en mis rodillas, mirando el inmenso cielo estrellado, sólo iluminado un poco por la luna. Un río arrastra las aguas del tiempo delante mio. Un paisaje de árboles secos y vegetación abundante completa la fotografía de una sierra de San Luis. Mi amigo está sentado en una piedra al lado mío, casi en igual posición que yo. En el medio de ambos, nuestras manos se chocan en la oscuridad lunar para entregarse una tuca. Ahora le toca a mi amigo, que le da una pitada profunda, como suele gustarle. Vislumbro en nuestros ojos un brillo particular, intenso. Y sólo por saber que uno de ellos soy yo es que puedo entender a qué se debe ello. Es el confort de la amistad. Aquella relación que sólo puede ser superada en intensidad por el lazo sanguíneo. La persona que tengo sentada al lado quizá sea la única que conoce las más profundas verdades de mi mente. Y allí estamos nuevamente. Vagando con las ideas, jugando a ser nadies y volar, en un sinfín de recovecos a los que quizá pocas mentes humanas hayan visitado. Qué si somos energías, qué si somos racionales, que si nacimos exclusivamente para sentir o no. Todos debates profundos acompañados, claro está, de ese lenguaje coloquial, de ese código tan particular que sólo dos amigos pueden compartir. Pero sin embargo, dos amigos que saben que las palabras ahí pueden sobrar libremente. Sólo importa la compañía. La imagen ahora se funde, se pierde por lo lejos para ser reemplazada por una nueva. Siempre ese cantar del pájaro de fondo, ahora me ubica en una plaza. En mis brazos tengo a mi sobrino. El viento dispara su rubio flequillo para arriba. Sujeta una galletita en la mano; sus ojos se ven achinados, aún no se si a causa del Sol o de la sonrisa que tan espontaneamente se le impregna en la cara. Lo llevo a upa y estoy corriendo. De repente me doy vuelta y veo que mis dos sobrinas me siguen, cómo queriendo atraparme. Gritos y sonrisas enmudecen por un momento el cantar del pájaro, que posa en un árbol de la plaza. ¡Tío Lolo! ¡Tío Lolo! Llaman con esa intencional dulzura, qué tan sólo los niños saben manejarla. Me freno un instante y me doy vuelta, cuando las dos niñas que recién corrian ferozmente al lado mío, ahora se me tiraban encima, celebrando el momento de la victoria. Ellas reían; él reía; yo reía, feliz por permitirme que mis sobrinos me llenaran tanto. La imagen se va, cada vez más rápido. Ahora aparece una nueva. Escucho el cantar de un pájaro, pero sólo veo unos labios. Los miro detenidamente. Los conozco. Un fuego intenso sube, como una locomotora a máxima potencia por mi interior, me despierta, me hace erizar la piel. Ahí veo esos labios, que una vez mi boca supo probar. Los deseo, los quiero, los necesito. Me decido a alejar la visión, a ver esa mirada una vez más. Pero, de repente, todo en mi mente empieza a temblar. El cantar del pájaro va haciéndose más bajo. Se escucha la tierra temblar a su paso. Ya está aquí, ya me sacudió de mi letargo. Es el tren. Ese que muy amistosamente pasa cada cinco minutos por detrás de mi patio. El pájaro sigue cantando, pero dejo libre al sonido. Abro mis ojos y estoy frente al monitor de mi computadora. No puedo decirlo a ciencia cierta, pero todo esto no duró más de sesenta segundos. Me quedo inquieto. Empiezo a escribir.