Reinaba la chatura en aquel Domingo 14 de febrero, y la cada vez más manifiesta sensación de encierro tras una noche de sábado en soledad y una mañana demasiado aprovechada, hacían de la tarde aún más fastidiosa. No fue sino hasta que salí al patio y comprendí que las condiciones climáticas eran realmente excepcionales, que empezó a despertar en mí un aire de aventura. Y pensar en Aventura me remite casi inmediatamente a esas tan largas pero penosamente escasas tardes adentrándome a lo desconocido en las lejanas sierras de San Luis con mi amigo Adrián. Y con ese recuerdo comenzó a despertar en mi interior la maravillosa sensación de sentirme explorador nuevamente: escalar con la fuerza de la intriga esas pendientes que se levantaban ante mi pie, apreciar con plenitud esas hermosas tierras vírgenes para mis sentidos, dejar correr esa suave pero al mismo tiempo terrorífica adrenalina al encontrarme cara a cara con algunas de esas especies que las películas nos hacen ver como “villanas”. Sin pensarlo dos veces, decidí que lo que quedara de esa maravillosa tarde la pasaría explorando mi, hasta ese entonces, desconocido barrio.
Cuando mis pies dieron sus primeros pasos en el asfalto de mi cuadra, caí en la cuenta que mi vestimenta de explorador difería considerablemente en calidad a las de mis anteriores experiencias: pasé del jogging roto, las zapatillas gastadas (y casi rotas) y alguna de esas remeras de “entre casa”, a lucir una engañosamente elegante remera lila escote en V (y con botoncitos), una bermuda de fina tela color chocolate y mis zapatitos llamados “náuticos” color marrón clarito (por no decir diarrea), sin mencionarles los modernos lentes de sol que cubrían mi mirada. Teniendo en cuenta las tierras que me proponía explorar, no puedo dejar de enorgullecerme de la certeza de mi sentido de la discreción. Pero la diferencia de geografía no hacía por eso diferente el método en el trabajo de campo: en mi espalda, pidiendo a gritos la hora de su retiro, la mochila de mi amigo Roberto custodiaba el libro de un tal Benedetti, la botella de litro y medio de jugo, un paquete de alfajorcitos de maicena (posteriormente devorados en su integridad y en mi ausencia por mi amoroso canino) y mi inseparable cuaderno con su lapicera por si la luz de la creatividad se encendía de repente. Accioné el motor de mis piernas y direccioné el rumbo hacia Acuña de Figueroa. Habiendo recorrido doscientos metros, decidí sentarme en el que fuera luego mi primer lugar de observación: el escalón de la puerta de entrada de un viejo y abandonado PH a unos veinte metros del cruce de las calles Potosí y Acuña de Figueroa. Nunca antes me había dado cuenta de la magia de esa cuadra. Quizás a causa de la tranquilidad de la que goza el día Domingo dentro de las responsabilidades sociales fue que pude apreciar la artificial naturaleza de ese lugar. La escasa edificación causada por la presencia, en ambas veredas, de las fachadas traseras de grandes construcciones como lo son un hospital y una iglesia, mezclada con la extrañamente abultada población de árboles le daban al lugar un aspecto de cálida paz. Descubrí que al igual que la cima de una montaña en el medio de la nada de San Luis, esa minúscula calle de entre millares de cuadras dentro de la ciudad también tenía su extraña fauna: los autos de diversos modelos, los vecinos del barrio realizando sus inconscientes actividades, una diversidad amplia de tipos de aves que cantaban con mayor claridad cada vez que el ruido de algún motor se alejaba por el infinito. Y los insectos, ¿cómo iban a faltar estos irritables co-habitantes de nuestro ecosistema? Caí en la cuenta que, contrariamente a lo que se piensa, los mosquitos de la ciudad son bastante más salvajes que los de las montañas. En poco más de veinte estáticos minutos en aquel lugar, mi piel se hizo acreedora de una cantidad sumamente despreciable de picaduras. Harto e irritado del incesante ataque impiadoso de esos invertebrados, opté por seguir mi camino. Fue la súbita emoción que me generó recordar un lugar especialmente curioso para explorar la que me hizo frenar, en la esquina de Potosí y Gascón, y volver por mis pasos en dirección opuesta.
Recorriendo doscientos metros más por la calle Potosí, mientras en mi interior me iba convenciendo de la hermosura y la tranquilidad que caracterizaban a mi barrio, decidí doblar y recorrer unos cuantos metros por la Av. Medrano. Ahí, me encontré con el más desolado paisaje de “persianas cerradas”, irrefutables huellas de que me encontraba en una zona “comercial” del barrio. La imagen que daba era la misma de esa que nos muestran en el cine cuando el vaquero llega al hasta ese entonces desolado pueblo “fantasma” del desierto. Mirando sospechosamente a mis costados, me adentré en el recorrido de la calle que mostraba la película de vaqueros que se proyectaba en mi cabeza. Sólo distraído por el mecánico ruido que hace un auto en su andar, fue que hice mi camino hasta encontrarme con ESE oasis en el desierto. Porque sólo habiendo transitado ciento cincuenta metros fue que me encontré con la perfección, un Domingo a la tarde, de un día perfecto, a la hora de la merienda, en un barrio pacífico de Buenos Aires: una Heladería/Confitería. El inquietante movimiento que provocaban los vecinos del barrio al entrar y salir constantemente por las puertas de “Donatello´S” me obligó a detenerme en esa parada. De hecho, el recuerdo de la desagradable situación con los mosquitos tan sólo unos momentos antes y las altas temperaturas que agotaron mi cuerpo, me hicieron convencer de la simpática idea de comer un poco de helado para seguir afrontando esta agitada expedición. A causa de carecer de efectivo, y de tener que cumplir la inexplicable norma de un monto “mínimo” para las compras con débito, me vi obligado a llevarme la abultada cantidad de ¡medio kilo! de esas cremas saborizadas. Si, si; hasta para alguien que considera que la gula no es un pecado como yo, esa cantidad es excesivamente elevada. Saliendo ahora con la obligación moral de tener que disfrutar en comer semejante cifra e indignado, volví a la carga en el objetivo de mi expedición: llegar a aquel fantástico lugar ideal para ser explorado. Me dirigía, por supuesto, a la Plaza del barrio.
Un poco preocupado por miedo a que se me derrita el helado y otro tanto más relajado en mi postura de explorador y permitiéndome disfrutar el paisaje, transité las siguientes tres cuadras que me separaban de aquel lugar. Cuando doblé en la última esquina y levanté la mirada, no pude salir de mi asombro por unos cuantos segundos. La fotografía que allí se representaba era la de un lugar “distinto”, especial. Al ser aproximadamente mil metros cuadrados sin grandes obras arquitectónicas, la luz del Sol penetraba allí con la fuerza digna de cegar los ojos, tapando la manzana, haciendo como si esta se encontrara recubierta de una burbuja cuyas paredes exteriores estuvieran compuestas por rayos de luz solar. Y el clima allí dentro se sentía extrañamente feliz, con excesiva alegría, quizá provocada por la creciente cantidad de niños que se convertían en los únicos protagonistas de la tarde, jugando, correteando y, tan sólo y simplemente, dedicándose a ser Niños. Movilizado por la creciente ansiedad de observar más de cerca semejante experiencia, me fui adentrando en el interior de la plaza, buscando “EL” lugar para sentarme, tratando de seleccionar siempre la combinación justa entre sombra y sol para poder disfrutar del ya para ese entonces tan deseado helado.
Una vez ubicado, y oculto tras mis lentes de sol y divirtiéndome al mismo tiempo con la alegría de mi paladar al saborear (y claramente reconocer) los gustos, me dediqué a analizar y tratar de entender aquel lugar a su vez conocido pero extraño para mi. Rascando con la cuchara las paredes del envase que minutos antes rebalsaban de helado, me detuve a observar el sinfín de personajes que delante de mí desfilaban. Más que el habitual paisaje propio de una plaza, lleno de familias que llevan a jugar a sus hijos, olvidando siempre en la “puerta” de entrada todo tipo de preocupación, o los pequeños grupos de amigos (adolescentes algunos...otros no tanto) reunidos alrededor de una cerveza, las bicicletas, los cochecitos de bebés, las mascotas paseando a sus dueños o cualquier otro signo de felicidad, lo que llamó poderosamente mi atención fue la cantidad de parejas que allí se encontraban. Todas muy melosas, regalando besos y apretones de manos a los espectadores, paseaban por el interior de la plaza como quién camina por el living de su casa: como si nadie estuviera viendo. Tarde pero seguro, me acordé, ¡oh casualidad!, que ese día se estaba festejando el Día de los Enamorados. Cuando empezaba a sentirme un poco empalagado, no se si a causa del medio kilo de helado o de la abundancia de demostraciones de afecto de las parejitas vecinas, y en mi cabeza empezaba a ganar terreno la idea de comenzar la retirada, pasó algo difícil de explicar: con la espalda erguida, el demasiado lacio pelo enrulado (¿o demasiado enrulado pelo lacio?), rubio, volando al viento, con anteojos de sol que tapaban su hermosa cara y un brillo tan especial provocado por el reflejo de los rayos solares en su piel, pasó volando montada en un bicicleta una extraña chica. Casi como hipnotizados, mis ojos no pudieron más que seguir el recorrido de esa bicicleta azul, que llevaba una bolsa colgada al manubrio, hasta que la misma se detuvo en un banquito a unos veinte metros a la derecha del mío. Una extraña sensación se apoderó de mi cuando vi su anatomía bajarse del rodado. Si la perfección existiera y decidiera materializarse, no me cabe ninguna duda de que la misma sería una burda imitación de esta chica. La fina musculosa blanca que vestía dejaba al descubierto una gran porción de su flaca, lisa y a simple vista suave espalda. Una hermosa pollera suelta color negro con detalles blancos cumplía la odiosa misión de interrumpir el placentero recorrido visual de sus largas y bellas piernas, obligando a la imaginación de uno a terminar el recorrido. La armonía de sus curvas sólo confirmaba (casi redundantemente) que me encontraba frente a una excepcional mujer. Volqué mi cuerpo hacia la derecha, apoyado en el respaldo del banco, para lograr una ubicación más cómoda desde donde observarla. Con la intensidad digna de pecar de obsesión, seguí atentamente cada uno de sus movimientos. El deseo de conquistarla se hizo aún más grande al ir descubriendo cada uno de sus pasos: luego de encontrar la ubicación perfecta en el banquito, sacó de la bolsa que antes colgaba del manubrio de la bicicleta un paquete de alfajorcitos de maicena y una botella de litro y medio de jugo. En mi afán de esa tarde de domingo de adentrarme como un explorador por mi barrio, experimenté el más inesperado de todos los descubrimientos: mi Yo femenino. No puedo asegurar cuanto tiempo mis lentes de sol estuvieron direccionados hacía ella, pero creo que habrán pasado aproximadamente unos cinco minutos cuando sentí sus lentes de sol direccionarse hacia mi. Eso lo sé porque a partir de ese momento la plaza cambió; el barrio cambió; el mundo cambió. Todo se convirtió en un único silencio, en un plateado suave que acompañaba el andar de un polvo dorado que se esparcía como si fuera el mismísimo aire. Lo único inmutable fue el verde de esos altos árboles que rellenaban el paisaje, erguidos sobre su tronco plateado. Y, por supuesto, ella y yo, quienes más allá de los tantos metros que nos separaban, estábamos uno al lado del otro, apreciándonos en silencio, solos, despojados de toda ropa, lentes, piel y cuerpo. Unidos en vaya a saber qué hermoso y desconocido (para tantos) lugar, nos fuimos descubriendo mutuamente. Fue el repentino grito de alegría de un nene el que nos hizo volver a la realidad. Realizando torpes pero intencionales movimientos para disimular nuestro asombro, los dos fingimos seguir comúnmente nuestro día. Pero en mi interior sabía que ese fugaz encuentro en aquel extraño lugar había dejado una certeza: nuestra historia no podía terminar ahí.
Hasta acá llega mi compañía, mis queridos lectores, en el recorrido de esta aventura. Quedará en cada uno de ustedes descubrir si estas palabras fueron provocadas por los más felices y hermosos diez días que he vivido junto a ella, Florencia, o si, por el contrario, cada una de estas palabras no hace más que intentar desesperadamente que lo que en esa plaza me tocó vivir perdure en el tiempo, al ser descubierto día a día por nuevos ojos que no hacen más que reproducir segundo tras segundo, letra tras letra, la más hermosa y feliz de todas mis aventuras; en definitiva, saber si este texto es producto del objetivo que mencioné anteriormente: el de que nuestra historia no terminé allí. Los dejo ahora solos con sus fantasías, ahora que la mía ha terminado aquí su trabajo. ¿Cuál es su final?
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