domingo, 24 de octubre de 2010

UNA MIRADA




El tiempo corre desesperadamente. Cada vez piensas menos en él. Tu vida pasa a ser una sucesión de hechos simultáneos que no te dejan nada. No hay pasado, no hay futuro. Sólo presente. Y en la lógica del presente, cada momento es único, vale por sí mismo. Desinteresadamente te convences de que solemos olvidarnos de dónde venimos y a dónde queremos ir. Nos solemos entretener con facilidad. Sin importarte nada, continúas la carrera hacia el vacío, luchando desesperado para llegar mejor que nadie. Aunque de vez en cuando te animas a preguntarte a dónde te diriges, tratas de cegar ese sentimiento con una razón. Siempre existe una razón para algo. Día a día te despiertas con la misma idea: ganar para vivir mejor. La mayoría de las veces sin ganas, pero todas las mañanas repites la misma ceremonia. Te desvaneces, te adentras en esa vorágine de multitudes denominada Sociedad, te escurres, te dejas llevar; repites día a día los mismos pasos, contienes tus sentimientos, tu forma de ser. Idiotizado, decides complacer a quienes comparten la mayor parte del día con vos. Tratas de ser cordial, tratas de evitar el conflicto. “No te atrevas a pensar; esto es entender y ejecutar”, pareces oír repetidamente. Y allí vas, sea la tarea que sea; sea por placer u obligación, sigues. Cada minuto cuenta, cada segundo vale. Tienes afectos, tienes seres queridos, pero cada vez ocupan menos lugar en tu mente, cada vez pasan a ser más parte de tu rutinaria vida. Las cosas empiezan a complicarse, te empiezas a sentir incómodo. Sientes miedo a pensar, sientes miedo a sentir. Tu Yo se ve afectado, inseguro. Empiezas a encerrarte en vos mismo, a desconfiar. Los nervios invaden tu forma de ser. Con toda una artillería inconsciente te ves paralizado, enjaulado en una limitada realidad con llave ideológica preparado para luchar. ¿Contra quién? Apenas intentas preguntarte. No importa. Estás ahí, listo, a la espera de que algún dardo verbal resuene en tus oídos para salir a contestar. Sin desesperarte, sigues, vas callado soportando las derrotas. Las puedes hacer concientes, pero no tienes la fuerza para transformarlas en la dulce victoria. Casi por inercia sigues de pie, buscas tus momentos de felicidad, aquella efímera sensación de plenitud que no nos permitimos dar seguido (la felicidad debería ser un Estado y no un momento). Ya casi sintiéndote acorralado, recurres siempre a las viejas fórmulas. No hay nada mejor que aquellas personas que te conocen bien para salir de la desesperación. Te refugias en sus faldas, tratas de entender quién eres. Y allí, en una fiesta, pasa lo que suele pasar. Casi sin buscarlo, casi abatido sin esperanza alguna, algo se enciende en vos. Como el dardo venenoso que te paraliza la vida en un segundo, la sientes dentro tuyo. No hay nada que puedas hacer; no hay nada que quieras hacer. De repente, algo en tu interior cambia. Sientes un leve cosquilleo que se va haciendo cada vez más intenso, cómo si millones de hormiguitas estuvieran caminando por tus venas. Evitas pensar en ello, porque ya sabes lo que significa. Aunque intentes evadirla, es más fuerte que vos. Esos intensos ojos marrones que te lastiman con su dulzura, te despiertan. Empiezas a recordar. Tu pasado empieza a invadirte con felicidad. Aparece el deseo, que con su llama te hace sentir vivo. Aparece la pasión, que con su intensidad revoluciona tus sensaciones. Aparece el amor, haciéndote compadecer de la realidad que te ha tocado vivir. Tu existencia empieza a cobrar sentido nuevamente. Ya recuerdas quién eres, ya sabes quién quieres ser. Otra vez y casi como en la mayor parte de tu vida, vuelves a sentirte vivo. Y todo por una mirada.

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